Del grupo, él
era el maestro, el brujo capaz de conseguir que fuera la mejor. Nos reuníamos y
cada cual aportaba lo que había podido conseguir la noche de antes y él, como
solamente era capaz de hacer, le daba forma. Entre los cuatro muros vigilados férreamente,
era nuestra única escapatoria posible. Primero, con aquellas manos que solo da
la experiencia, hacia una bola de papel con los viejos periódicos que habíamos
reunido entre todos, después iba agregando capas y capas de bolsas de plástico,
apretando y apretando, para sacar todo el aire posible. Ataba las asas de tal
forma para que los nudos casi no se notasen y al final, si se había podido
conseguir cinta de precinto, se unía apretando todo lo que nuestra fuerza de
chicos de doce años nos permitía. Aquella pelota casera era capar de rebotar lo
suficiente para saltarse la prohibición de aquellas monjas, que no podíamos
entender que no nos permitieran balones de verdad para jugar al fútbol. A veces
la incredulidad o maldad de aquellas siervas de Dios, nos pinchaban, siguiendo
ordenes superiores, nuestras pelotas para certificar que sólo eran viejas
bolsas, de tiendas de barrio. Después de pasar la dura prueba, volvían a botar
en este, nuestro desafío.
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