Las demás plazas habían caído, ellos
eran los únicos que resistían a las fuerzas invasoras. Aquel baluarte se había
construido con los últimos adelantos venidos de Francia y había puesto al
frente a un hombre curtido en la batalla y estratega consumado. Llevaban
cincuenta y cuatro días de un férreo asedio, pero tanto los víveres como la
munición estaban bien racionados que podrían aguantar mucho más. Todas las
noches un pelotón se adentraba por un pasadizo, cruzando todo el baluarte y
saliendo a varios kilómetros de distancia donde se aprovisionaban de los pocos víveres
que encontraban en los campos abandonados de cultivo. Nabos, algarrobas y
bellotas eran los trofeos que llevaban de vuelta. Los turnos de trabajo y de descanso se cumplían a la perfección. El
baluarte era como una maquina engrasada, todo el mundo estaba en su puesto a la
hora fijada. Desde el exterior todos los intentos de conquistar el baluarte son
infructuosos. Ochenta y siete días de asedio la conquista del baluarte no ha
venido por acción de las armas sino por la rendición incondicional del alto
mando a cientos de kilómetros de allí. Al día siguiente un emisario llega al
baluarte con las órdenes de abandonar sin luchar la última plaza que quedaba
aun sin control enemigo. El capitán arenga a sus tropas para abandonar el
baluarte con la cabeza alta. La última puerta se abre y por ella, en formación,
salen las tropas que son recibidos con honores por las mismas tropas que han
asediado durante ochenta y ocho días sin poder derribar el baluarte.
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